Transeúntes pasajeros, cómodos, amarillos y hasta verdes. Transeúntes
peatones, en ruedas, de prisa. Transeúntes con paraguas, callados, con bolsas.
Transeúntes urbanos, desplazados, acomodados. Transeúntes callejeros, al fin y
al cabo. Con ilusiones y sueños, con cansancio o esperanza, aún no lo sé.
Pero se sienten todas sus pisadas; las afanadas, las despreocupadas, hasta las asustadas… Se
sienten mis pisadas, y sus miradas. Se sienten sus palabras, que se camuflan
con el smog.
Todos los días recorro un arcoíris de grises asfalto, cuadrados, planos
y ahuecados. Saludo semáforos y esquivo miradas. Recorro las mismas plantas con
las yemas de mis dedos, y sonrío asustada a los perros que pasan. Me enfrento sin
miedo a la selva de automóviles, luchando en nombre de mis derechos peatonales,
pero me aferro a mi iPod con terror receloso.
Prefiero darle mi cara al calor de la mañana. Prefiero mis recorridos
por los parques y las casas de alguien, que por la calle y la bulla de los
otros. Prefiero las noches para escabullirme entre mis prestadas cobijas de
plumas. Prefiero saltarme el insoportable desasosiego dominical. Prefiero las
charlas superficiales de oficina. Prefiero mis viejas amistades. Prefiero la
transeúnte descomplicada que mira caminar todos los días la Gran Ciudad.
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